Llevaba días buscando aquella funda del móvil. Estaba segura
que se encontraba en algún lugar de la casa porque recordaba haberla visto allí
antes de empezar a echarla de menos. No era por cariño ni por el valor que la
funda tenía en sí misma, sino por la funcionalidad del objeto y porque la había
comprado hacía poco tiempo. Revolvió bolsos, bolsillos de abrigos, rincones y
cajones, pero no aparecía.
Fue su sobrina quién le dio la pista definitiva: “Busca debajo
del sofá. En casa, todo lo que se nos pierde, mamá lo encuentra debajo del
sofá”. Sonrió al pensar el tipo de objetos a los que se refería la niña: piezas
de Lego, vestidos de muñeca, bloques de construcción, tazas de juegos de té y
algún tomate de plástico, pelotas y fichas de juegos que quedaban incompletos
casi al día siguiente de haberlos estrenado.
El comentario que en un principio le hizo sonreír quedó
olvidado hasta esa mañana de sábado en que tocaba el zafarrancho habitual de
los fines de semana. Al sacar la
aspiradora para pasarla por la alfombra del salón recordó las palabras de su
sobrina y pensó: “por probar no pierdo nada… igual hasta ha sido ella quien la
ha escondido allí”.
Se agachó para mirar por la delgada rendija que quedaba
entre el fondo del sofá y el suelo. Se veía poco, apenas nada, por lo que tuvo
que tumbarse casi por completo para adoptar una posición que le permitiera
mayor perspectiva. Entonces sí vislumbró algunos bultos, pequeñas formas
insinuadas de objetos que llevaban allí quién sabe cuánto tiempo.
“Debería limpiar más a menudo aquí debajo, pero es que no
entra bien el tubo de la aspiradora”- murmuró,
a modo de disculpa innecesaria, puesto que era su casa, y vivía sola
desde hacía algunos años.
Y como no entraba bien el tubo de la aspiradora y no
reconocía alguno de esos objetos, decidió meter la mano con cuidado y no sin
cierto reparo, casi asco, para ir sacando los que estaban más cerca del borde.
No faltaron algunos fragmentos de pan que habrían caído de
algún sándwich que sirvió de cena rápida tras un largo día de trabajo; un dedal
que había dado por perdido hacía tiempo, junto a un botón que quiso coser
deprisa a una blusa aquella mañana que no sabía que ponerse para ir a trabajar;
e incluso una pila, que se escurrió de sus manos torpes por el sueño al
cambiarlas una noche del mando a distancia de la televisión, y que dejó para
recogerla “más tarde”, un más tarde que llegaba ahora.
Fue colocando esas cosas en la mesa no sin cierta
culpabilidad por ser tan descuidada con el orden y la limpieza. Tenerlos
delante le hizo plantearse el firme propósito de incluir los bajos de los
sillones entre las tareas rutinarias de los sábados por la mañana, igual que
cambiaba las sábanas, ponía la lavadora o regaba las plantas.
Un instante después de ese apunte a la lista de
obligaciones, volvió a tumbarse en el suelo, extendiendo más el brazo para
llegar más adentro y seguir rescatando lo que ya había calificado como pequeñas
miserias.
Sus dedos sintieron algo rugoso que se escurría y que apenas
llegaba a rozarlo. Por mucho que se estiraba no lograba acercarlo para cogerlo.
Pensó en mover el sofá, pero era demasiado pesado para ella sola. Quizá
metiendo algo que le sirviera para arrastrarlo hacia sí… Pero era cada vez más difícil. En lugar de aproximarlo
con cada roce sólo lograba que se desplazara hacia la pared.
Intentó hacer memoria de qué podría ser. Ni por la forma ni por la textura imaginaba
qué podría esconder aquel envoltorio escurridizo. Algo así, tan extraño,
tendría que saber qué era. Cuándo lo había perdido y cómo habría podido llegar
hasta allí. Por lo menos tendría que haberlo echado de menos, saber que lo
había perdido, como le había pasado con
la dichosa funda que era origen de la situación extraña en la que se encontraba.
Imposible. No conseguía relacionar aquello con nada que
recordara. No se le ocurría qué podría contener aquella especie de papel
arrugado que bien podía ser el envoltorio de algún paquete antiguo, o bien
podía contener algo dentro.
Desde luego, tendría que llevar allí varios años. El sofá lo
compró al poco tiempo de mudarse a esa casa, y solo lo había movido en una
ocasión para instalar la alfombra que desde hacía tiempo cubría las baldosas
del suelo. Había celebrado alguna reunión familiar o con amigos y el sofá no se
había movido de sitio. Sólo todo ese tiempo pasado podía explicar que no
supiera darse una respuesta a qué podría ser o contener, que no imaginara
cuándo ni de qué modo había ido a parar allí. NI siguiera recordaba haberlo
visto nunca.
La curiosidad, y el propósito de acabar por primera vez la
nueva tarea de los sábados, fueron tan grandes como para plantearse hacer acopio de fuerza y tratar de
desplazar unos centímetros el mueble de la pared. Conseguido eso hizo palanca
con su propio cuerpo y lo movió lo suficiente para que pudiera alcanzarlo por
la parte de atrás. Le puso tanto empeño que el impulso que dio al sillón fue
mayor de lo que esperaba, de tal forma que dejó al descubierto un pedazo de
papel marrón, arrugado, oscurecido por el paso del tiempo y con polvo acumulado
en sus pliegues.
Se agachó con cuidado y con miedo. De pronto temió lo que
podría contener. Recordó que años atrás, cuando se instaló en aquella casa,
tenía bastantes años y arrugas menos, y muchos planes. Tenía la alegría de
quien quiere comerse el mundo cada mañana y la ilusión de compartir esa alegría
con los demás.
Le temblaron las manos al recoger el papel. Un papel de los
que se utilizan para envolver paquetes de regalo, pero también de los que se
usan para embalar las cosas frágiles. Lo abrió con cuidado porque ya intuía lo
que iba a encontrar allí.
Con una caligrafía que reconoció inmediatamente y que ya no
era la suya, sólo había escritas tres palabras: PERSIGUE TUS SUEÑOS
Su sobrina tenía razón. Debajo del sillón se esconde todo lo
que se pierde.