Al abrir los ojos se dio cuenta de que algo era
diferente.
Era la misma hora de todos los días y sin embargo no tuvo
que esperar a oír el despertador varias veces como cada mañana. La noche
anterior se olvidó de bajar la persiana, como hacía siempre, y una luz clara,
transparente, inundaba la habitación haciendo nítidos los contornos de los
muebles.
Se levantó de un salto, sin sentir la pereza a la que estaba
habituada cada día. Corrió al cuarto de baño con un optimismo nada normal y se miró
en el espejo con una sonrisa en la cara. Le sonrió a una imagen renovada de sí
misma, con la que parecía que empezaba a
llevarse bien desde hacía poco tiempo.
Se metió en la ducha con movimientos ágiles, abrió el grifo
para que el agua despejara el apenas inexistente cansancio de una noche extraña
que no había sido de sueños agitados. Recordó haber dormido de un tirón, como
hacía ya mucho tiempo que no le ocurría. Dejó que al agua corriera por su
cuerpo llevándose mucho más que la espuma del jabón.
Se envolvió en el albornoz y preparó un café que llenó la
casa de aromas cálidos y penetrantes. Pensó en el último café que tomó mucho
tiempo atrás y apenas podía recordar con quién ni dónde había sido,
acostumbrada ya a tantas mañanas de infusiones que se tomaba deprisa,
somnolienta y enfadada con el mundo que le rodeaba. Aspiró profundamente para
llenarse de ese olor, para dejar que su cuerpo se renovara con el aire fresco
que entraba en cada músculo, cada órgano, cada célula.
Volvió a su primer
pensamiento del día y se reafirmó en él: algo era diferente, pero no podía
precisar qué, no podía precisar por qué.
Cuando la cafetera empezó a borbotear salió de su
ensimismamiento y la retiró del fuego con cuidado, deleitándose con su olor. Se
preparó una tostada que hacía tiempo se había prohibido en su dieta, y la
saboreó con placer, acompañada del café que tanto había añorado.
Seguía sin saber qué le pasaba.
Al dirigirse de nuevo a su habitación, aún con el gusto del
desayuno en la boca y con el albornoz apenas ajustado a su cuerpo, se paró en
seco. Sus ojos se abrieron igual que su boca al darse cuenta de qué había
pasado, al ser consciente de cuál era el origen de los cambios que le hacían
sentirse tan extraña, pero tan a gusto.
Vio bien colocados sobre la butaca aquellos pantalones de
colores alegres, con el estampado que la dependienta había calificado como
“tendencia de primavera” y recordó.
Recordó su decisión del día anterior de acabar con la
tristeza, con la soledad y con la rutina. Compró aquellos pantalones sin
pensarlo, dejándose llevar por la muchacha deseosa de aumentar sus comisiones.
Ninguna de las dos sospechaba que aquel gesto, aquel pantalón, sería el símbolo
de su cambio.
Se los puso con una blusa clara que encontró al fondo de su
armario y que aún le valía. Completó su atuendo con unos zapatos de tacón algo
pasados de moda, pero con los que se sentía diferente al caminar. Se maquilló y
se perfumó como hacía cuando había un día de celebración o de fiesta, y cogió
su bolso.
Entonces, cuando terminó de arreglarse, se volvió a mirarse
en el espejo de su habitación. Volvió a mirarse con una sonrisa franca y
luminosa, y así, envuelta en luminosidad salió a la calle. Salió a celebrarlo
como un día de fiesta. Salió a la luz.